A Benjamin, con amor.
- Sinestesias
- 18 ene 2018
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A Benjamin se le quedó la colilla prendida dentro del pecho, entre el esófago y el estómago, muy cerca del corazón. Por eso cantaba a golpe de estertor ahumado; como el silbido de una chimenea en una fábrica metalúrgica, como el estruendo de todo el tráfico de una ciudad en permanente resaca; en un continuo duelo de charcos de aceite y naves industriales, en el cotidiano flujo de la destrucción. Así cantaba Benjamin, así se rajaba el pecho con palabras que son gemidos, con aullidos que eran poesía.
A Benjamin, que vivía en los suburbios de Atlanta, le entristecía el cielo siempre gris y los postes de luz siempre erguidos. Le angustiaban algunas miradas de niños rapados que merodeaban por allí; entre las alambradas, los cables y las casas prefabricadas; pisoteando las cuatro flores que luchaban por vivir en el rigor de los descampados y el asfalto. Por eso cantaba en un quejido desafiante y bronco, quemado a queroseno, ensortijado con espigas, carmín y anfetaminas.
A Benjamin le acompañaba Smoke: un conjunto de corneta, guitarra, banjo, violonchelo y batería que completaba su cante yanki-jondo-travestido sin apenas vatios, con temblores de pulso y desafinantes melodías que tiritaban; del polvo al cielo, de la agrura al néctar, del desayuno a la borrachera; dejando atrás la irrisible pena.
A Benjamin no le llegaban las canciones de aquellos malditos de la MTV en los noventa, ni las revistas pop con sus ídolos de plastilina. Lo suyo era cierto como un verso de T.S. Eliot que decía “I have heard the mermaids singing, each to each”. Así era su cante, su recuerdo en espiral, el ruido de dos sirenas (que siempre han sido monstruos) cantando entre sí la perversa seducción de una belleza pesadillesca, atractiva y peligrosa como la heroína o la belladona.
A Benjamin, de tan delgado, se le veía el alma salir al aire tóxico de su ciudad, substrayendo voz al óxido y la maleza, sílabas a los bloques de hormigón, heridas a los cristales rotos sobre los que bailó travestido, ebrio y hermoso, hasta que el sida, o la hepatitis, se lo llevó, tal vez, a otro espacio, a otra escena con otros rugidos y otros minerales.
Vito García
Rocío Vicente
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